martes, 13 de abril de 2010

JOSÉ OLIVIO JIMÉNEZ / NUEVA POESÍA ESPAÑOLA (1960-1970)

La poesía española entra en la década del sesenta con una conciencia crítica de los efectos negativos sobre ella ejercidos por el predominio de dos principios que, si en su momento pudieron ser necesarios y oportunos, habían acabado por mecanizarse y demandaban ya con urgencia su superación. Uno era el dogmatismo temático de la llamada poesía social; otro, el superficial entendimiento del dictum que identificaba poesía con comunicación. Ambos condicionantes, aunque posibles de operar aisladamente, actuaban en inevitable correlación; y habían mantenido una larga vigencia de cerca de tres lustros. Será justo, sin embargo, reconocer que no es difícil espigar en ese lapso de tiempo poetas que se alzan fácilmente sobre el nivel medio general (para mí lo serían José Hierro, Blas de Otero, Carlos Bousoño, Vicente Gaos, José María Valverde); y ellos habrán de ser a la larga los que permanecerán en la historia tamizada de la lírica española de ese período que algún día se intente (1). Pero mirando el conjunto eran evidentísimas esas consecuencias empobrecedoras hasta aquí sólo aludidas, a saber: estrechez temática (que casi condenaba la indagación poética de los complejos más hondos e íntimos del ser, por ello más universales), y el uso y abuso de una dicción realista (que igualmente ponía en cuarentena los fueros de la imaginación y los valores irracionales del lenguaje poético). La lírica se había acercado al relato o reportaje, o bien al comentario y exposición de ideas; y ambas aproximaciones favorecían sobradamente «esa falta de estilo profundo» que más tarde le diagnosticará con razón Claudio Rodríguez. Todo ello justifica también la difícil entrada que, después de la empresa deslumbrante de la generación de 1927, iba encontrando la poesía española de posguerra en el riguroso lector extranjero; para quien, y no sin causa, lo escrito en verso dentro de España durante aquel tiempo ostentaba una merma de genuina calidad poética de todo punto irredimible.

Primeros tanteos

Los primeros tanteos de esa conciencia crítica pueden datarse en los años que van del cincuenta al sesenta; y por eso a muchos de los poetas a quienes de inmediato me referiré se les agrupa bajo la etiqueta de «generación del 50». No obstante, me parece más exacto configurar con ellos la que aquí llamaremos «promoción del 60» (advirtiendo que en todo caso empleo ambos términos, «generación» y «promoción», en el más lato sentido); pues no es hasta tanto cuando alcanzan una plenitud evidente, no sólo en la realización, sino también en la forja de una definida voluntad poética de estilo y en su lúcida manifestación. El surgimiento de aquella conciencia apuntada se situaría en algunos libros iniciales de poetas por lo general muy jóvenes entonces: Las adivinaciones (1952), de José M. Caballero Bonald; Don de la ebriedad (1953) y Conjuros (1958), de Claudio Rodríguez; A modo de esperanza (1955) y Poemas a Lázaro (1960), de José A. Valente; Áspero mundo (1956), de Ángel González; Metropolitano (1957), de Carlos Barral; Profecías del agua (1958), de Carlos Sahagún; Una señal de amor (1958), de Eladio Cabañero; La agorera, de Rafael Soto Vergés, y Compañeros de viaje, de Jaime Gil de Biedma (ambos de 1959), y Las brasas (1960), de Francisco Brines. Y añadiría, en el gozne de las dos décadas, otros libros importantes de poetas de generaciones anteriores, pero que, en alguna manera, indican en sus respectivas trayectorias una evolución hacia el sentido crítico sugerido, o lo reafirman con la autoridad de sus voces: Noche del sentido (1957) e Invasión de la realidad (1962), de Carlos Bousoño; Cuanto sé de mí (1957) y Libro de las alucinaciones (1963), de José Hierro, y En un vasto dominio (1962), de Vicente Aleixandre. No todos los citados influyen en la misma medida; y tal vez podría afirmarse que Rodríguez, Valente y el Hierro de las Alucinaciones son los que más claramente anticipan actitudes y modos, o marcan una huella detectable a mayor o menor plazo. Otros quedaron, en su momento, como aislados y no comprendidos; o sirvieron sólo de punto de partida de una individual carrera poética, no continuada siempre con igual ventura.

En lo adelante de estas notas, y mediante una simplificación tal vez excesiva, me valdré para esquematizar el cuadro general de 1960 a 1970 de tres antologías; y lo hago básicamente por la utilidad que prestan las poéticas personales en ellas incluidas. Para el que considero primer tempo de estos diez años, me serviré de la titulada Poesía última (Madrid, Taurus, 1963), de la que fue responsable Francisco Ribes, quien, con un criterio sumamente estricto, da entrada a sólo cinco poetas (Eladio Cabañero, Ángel González, Claudio Rodríguez, Carlos Sahagún y José A. Valente); complementada con la Antología de la nueva poesía española (Madrid, El Bardo, 1968), en la que su realizador, José Batlló, amplía más generosamente la representación, siendo diecisiete los aquí convocados; entre ellos algunos muy jóvenes todavía hoy, que por su edad y estética pertenecen ya al segundo momento, o sea, el actual. Para éste, no obstante, me aprovecharé con mayor fruto de los muy recientes Nueve novísimos (Barcelona, Barral Editores, 1970), de José María Castellet. Es obvio que tales esfuerzos antológicos sólo pueden brindar indispensables puntos de referencia, y únicamente en tal función serán manejados.

Poesía última

Por lo pronto, ya el de Ribes (Poesía última) permite comprobar cómo casi al principio de la década aquellos cinco poetas (a quienes, aun con el mayor rigor, sería obligatorio añadir a Jaime Gil de Biedma y Francisco Brines) daban clara fe de una nueva toma de conciencia ante el fenómeno de la creación poética. Por un lado, liberación del compromiso ideológico mediatizado e impersonal, y consecuente proclamación del compromiso fundamental con la poesía; por el otro, y correlativamente, asunción del ejercicio poético como instrumento de conocimiento y, sólo después, de comunicación. Sobre lo primero, escribirá Sahagún: «No creo que al poeta como tal se le pueda exigir ninguna clase de compromiso, si no es el de su autenticidad.» Valente, en distintos sitios, ha combatido, en formulación que ha hecho fortuna, el «formalismo temático» de la poesía social en sus restricciones dogmáticas. Y Claudio Rodríguez se rebelará a la idea de que un tema justo o positivo sea, en sí, una especie de pasaporte de justicia poética. En relación al segundo punto, vuelvo a Sahagún: «Lo verdaderamente importante, para él [el poeta], es esa afirmación de sí mismo, esa indagación en lo oscuro mediante la cual, una vez terminado el poema, conocerá la realidad desde otras perspectivas.» O a Valente: «el poeta no opera sobre un conocimiento previo del material de la experiencia sino que ese conocimiento se produce en el mismo proceso creador y es, a mi modo de ver, el elemento en que consiste esencialmente lo que llamaríamos creación poética». Y Francisco Brines, coincidentemente, ve en ese afán la dignificación máxima del poeta, «quien, a su vez, es el primer destinatario del nuevo conocimiento». (Como podrá apreciarse, estas declaraciones venían a desmentir ya, por diversas vías, aquel precipitado réquiem del simbolismo entonado por J. M. Castellet en sus Veinte años de poesía española, de 1960.)

Y los testimonios podrían multiplicarse. Pero en períodos vocados al conocimiento en poesía, ha ocurrido a veces, y siempre sobre el apoyo de elaborados sofismas, un peligroso desvío hacia el hermetismo, el solipsismo, y en el peor de los casos, hacia una mera y gratuita gimnasia verbal (no importa que revestida de los más esotéricos ropajes). No sucede así en esta promoción, que no deserta de su compromiso con la realidad ni con el lenguaje solidario, sino que aspira a iluminar, interpretar y enriquecer a aquélla, la realidad, cuestionándola aquí y allá, sin amputarle desde previas posiciones doctrinales. Haciéndose casi portavoz de su generación, Rodríguez definirá la poesía como el intento de «exponer el destino humano en una relación de totalidad con la época en que se produce y con el hombre que la escribe», y forma filas explícitamente entre los partidarios del sentido moral del arte. Esto nos permite contemplar ya la poesía de este momento bajo uno de los prismas que mayor interés ofrece y que, al mismo tiempo, salva su continuidad con la anterior. Se trata, así, de una generación moral; puesto que es el hombre (sus valores, su conducta, su destino, sus enigmas) lo que primordialmente les atrae. Pero es, y ello le concede su mayor originalidad, una generación que no se escuda en una moral convencional y tópica, sino que se acerca a la exploración del mundo humano desde la personal posición de cada quien, por lo cual aporta una nota positiva de novedad, variedad y animación al enrarecido ambiente de la poesía española de posguerra. En principio, se hace más intimista; y al reconquistar el tema amoroso (Cabañero, González, Sahagún, Gil de Biedma, Valente, Brines), pueden algunos abordarlo desde el flanco erótico y tratarlo de un modo inhabitualmente sincero y hasta irónico y cruel. Reconoce la entrada del misterio en la realidad inmediata (Rodríguez, Valente, Brines); con lo que la inquietud metafísica se hace más común que en los años anteriores y, atenaceados por la inescrutabilidad de ese misterio, podrá ocasionalmente desembocar en un nihilismo trascendente, extraño también en la poesía española. Sin perder la noción de la naturaleza temporal y frágil de la existencia, se sentirán, aun los más elegiacos y satíricos, inclinados a afirmar la vida, la hermosura del minuto en su rotunda consistencia (Rodríguez especialmente; pero hasta Valente y Brines, otra vez). Más cogidos en la trampa disyuntiva de la nada y el ser, del vacío y la plenitud, algunos se preocuparán por examinar los instrumentos en posesión de la verdad (Rodríguez, Valente), aportando así una preocupación gnoseológica tampoco frecuente en la lírica de atrás. Y, en fin, como seguirán viendo al hombre en su insoslayable contorno histórico, no rechazarán a priori la legitimidad de la poesía social; pero si la cultivan (González, Gil de Biedma, Valente, Caballero Bonald, Gloria Fuertes, J. A. Goytisolo, Félix Grande) lo harán afinándola en un sentido loable, al despojarla con mayor o menor suerte de su lastre retórico: no será ya aquella cansina salmodia mostrenca, machaconamente modulada por una indistinta masa coral, sino que se hace incesivamente crítica, irónica, satírica y esgrimida desde la intransferible experiencia de cada poeta. La abertura de horizontes espirituales que la poesía española debe a estos años es, como se habrá visto, digna del mayor reconocimiento. Los nombres han tenido que repetirse de uno a otro de los temas resumidos; y puedo hacer constar que las asignaciones son todavía incompletas (y parcializadoras respecto a cada autor en la integridad de su obra).

Estos hombres no buscan su inspiración en la literatura sino en la vida; pero entienden que ella es multiforme, poliédrica, y la abordan desde todos los costados. Sobre esa temática, variada ya desde su misma raíz, esta promoción escribe una poesía que habrá de ser fundamental y fuertemente meditativa. Y expresará esa meditación con un lenguaje más personal y diferenciado, individualmente, que hasta entonces; pero en lo general (salvo algún caso de mayor brillantez expresiva: Claudio Rodríguez) adoptan un decir poético sobrio, más interesado en la eficacia que en la sorpresa. El lenguaje (por pulcro y tenso que en ellos sea, equivalente en consecuencia a menos prosaico y retórico) es sentido todavía como instrumento, no como mensaje; la balanza se carga aún del lado de la reflexión o el pensamiento, y la riqueza de esta promoción hay que buscarla por esta vertiente. No es de extrañar que una figura mayor del 27, Luis Cernuda, cuya obra a partir de la guerra es una austera y honda meditación del vivir humano en su directa experiencia, pudo servir de magisterio ejemplar a la mayoría de estos poetas. En realidad, a ellos se debe esa justísima alza de estimación que ha merecido últimamente este gran desconocido que por tanto tiempo fue Cernuda en su propia tierra.

No hubo programas ni grupos. Sólo les unía la búsqueda de su propia autenticidad, humana y poética; y es por eso que sea aquélla, «autenticidad», una palabra que no casualmente repiten en sus declaraciones autocríticas. Definen así un estado poético de tiempo en el que caben cómodamente nombres de edades muy diversas y de tendencias variadísimas y hasta contradictorias. A los siete a que hubimos de ceñirnos mínimamente, agréguense los siguientes (algunos citados de modo incidental en los párrafos anteriores) y téngase en cuenta que entre ellos hay quienes manifiestan ya una preocupación estilística y una tendencia culturalista superiores al tono medio indicado: Ángel Crespo, Gloria Fuertes, Carlos Barral, Lorenzo Gomis, José Agustín Goytisolo, Fernando Quiñones, Aquilino Duque, Rafael Soto Vergés, Manuel Mantero, Luis Feria, María Elvira Lacaci, Jaime Ferrán (2). Y para que se ratifique cómo, a la vez que de características generacionales, cabe hablar con igual propiedad de disposiciones más ampliamente epocales, piénsese que este segmento cronológico no puede ser historiado sin mencionar, casi con valor arquetípico en algunas de sus motivaciones más importantes, a libros definitivos en las órbitas personales de algunos poetas mayores: Concierto en mí y en vosotros (1965), de Vicente Gaos; Memorias y compromisos (1966), de José García Nieto; Oda en la ceniza (1967), de Carlos Bousoño; Poemas de la consumación (1968), de Vicente Aleixandre, y La trama inextricable (1968), de Juan Gil-Albert. Aun los temas y modalidades expresivas de autores más jóvenes, pero muy personales (Angélica Becker, Juan Luis Panero, Alfonso López Gradolí), arrancan de la poética global del período. Y todavía más: a la concepción prevalente de la poesía como exploración personal de la experiencia humana y al mayor interés por la tensión expresiva, débense revaloraciones poco usuales, como la lograda por la nueva versión, en 1967, de La casa encendida, de Luis Rosales, al cabo de tantos años de su primera aparición en 1949.

Nueve novísimos

Y cuando ya, casi al final de la década, un firme clima poético parecía estar instaurado, surge de pronto la explosión: el segundo momento de estos comentarios, el actualísimo. Se gestaba ya en la salida de algunos libros firmados por nuevos autores, muchos de ellos casi en los inicios de su juventud; y cito aquí los tres, a mi juicio, más significativos: Arde el mar (1966), de Pedro Gimferrer; Una educación sentimental (1967), de Manuel Vázquez Montalbán, y Dibujo de la muerte (1967), de Guillermo Carnero. Pero la promoción como tal se organiza (o es organizada) en los muy cercanos Nueve novísimos, de Castellet, de 1970. Aunque curándose en salud con irónica elegancia, aquel dogmático y profético teórico del realismo histórico de hace sólo pocos años, se dispone aquí a un salto mortal de dimensiones imprevisibles (el cual quizá justifique más cabalmente en un libro por él anunciado, de título que empieza ya a ser muy suyo: Ética de la infidelidad ). Pero ese salto, que de todos modos se le ve ejecutar con el mayor regocijo, es realmente un acto notarial: la presentación de la «ruptura», más que cambio o evolución, que, frente a todo lo que consideran un pasado inmediato conformista y nulo, supone la voluntad poética de sus nueve reclutados (a los tres que acabo de mencionar, añade estos otros, algunos rigurosamente inéditos: Antonio Martínez Sarrión, José María Álvarez, Félix de Azúa, Vicente Molina Foix, Ana María Moix y Leopoldo María Panero). Si la anterior pudo ser definida en términos de eticismo, esta promoción lo sería como literaria (y hasta «literaria», aunque desde otro ángulo Castellet les vea como «antiliterarios»), esteticista, aristocratizante, experimental y lúdica. Naturalmente que no puede haber nunca un adanismo absoluto, ya que la originalidad virginal y plena es imposible; y tal imposibilidad viene marcada ahora por el retorno a ciertas formas estilísticas del pasado que pueden servir de estímulo y sostén a las apetencias del presente. Así, sentirán una confesada atracción por la línea superficial y decorativa del modernismo, en lo que éste puede inscribirse dentro del contexto más amplio del Art Nouveau o Modern Style. Intentarán un rescate más total de los valores irracionales del lenguaje, y por ello se volverán a la generación del 27 en su modalidad superrealista. Ostentarán una tendencia al culturalismo (que muchas veces más que prueba de cultura asimilada es rápida muestra de información libresca) y al deseo de hacer literatura sobre la literatura, no sobre la vida. Por esa línea, es bien manifiesto su desvío, y aun ataque crítico virulento, a todo lo hispano peninsular (con alguna excepción notable: el Aleixandre de su etapa superrealista, cuyo directo influjo sobre algunos de ellos ha constatado de muy precisa manera un miembro mismo del accidental grupo) (3), y su atención, como lecturas o fuentes de influencias, a autores extranjeros e hispanoamericanos (Paz, Lezama Lima, Girondo). Y junto a todo ello, tal vez como signo más novedoso y original, incorporación de los elementos del gusto o sensibilidad camp, en trance de crear poéticamente una nueva mitología, inmediata y popular, alimentada por los medios de difusión masiva de nuestro tiempo (4). No todas estas inclinaciones son compartidas en las mismas dosis por cada uno de los nombrados; pero en la mayoría de ellos, en los más extremados al menos, domina siempre un designio de juego, de sorpresa, de oscuridad, de agresión, de rechazo de lo «humano, demasiado humano».

Se trata, en suma, de un desafío, coincidente y condicionado por la actual rebeldía mundial de la juventud. En su lado constructivo, hay que acreditarles su convicción de que «poetizar es ante todo un problema de estilo» (Carnero), su reconquista de los valores de la imaginación y la sensorialidad, y su defensa del trabajo arduo —a extremos de experimentación— de la lengua poética. Los reconocimientos positivos van, así, del lado de la forma; y Castellet se adelanta a acuñar para ellos una feliz fórmula caracterizadora: «La “forma” del mensaje es su verdadero contenido.» Oteando el futuro, uno tiende a interrogarse: ¿Integrarán estos jóvenes su voluntad de estilo, nada desdeñable en sí, con los compromisos hacia la realidad que ennoblecen la obra del poeta? ¿O resultará ociosa tal pregunta si se nos dice y repite que los tiempos del «humanismo literario» han periclitado ya? Es hora demasiado temprana para augurios generales. Claro es que, aun observando lo más incipiente, existe el derecho de las preferencias y el gusto por manifestarlas: las mías irían por la ironía punzante y el lenguaje críticamente desgarrado de Vázquez Montalbán, los poemas más misteriosos y sugerentes de Gimferrer y el coloreado dramatismo («estética del lujo y de la muerte», que podríamos decir con Octavio Paz) del más personal Carnero, el de Dibujo de la muerte. En otros domina aún demasiado el mimetismo, racionalísimo a pesar de la buscada apariencia de irracionalidad, tendente a armar de modo fatal un nuevo academicismo, una nueva retórica (como siempre acaba por suceder en las revoluciones básicamente formalistas). En algunos casos, incluso, se ve demasiado el juego de prestidigitación: el gato por la liebre; y el fastidio puede ser tan abrumador como ante la mala poesía social.

Los novísimos de Castellet van resultando un escándalo. Y tal vez ha sido prematuro: el antólogo no ha intentado un balance de logros, ni siquiera se ha atrevido ahora a profetizar. Se ha limitado a algo así como a montar divertidamente una exposición juvenil de conjunto, a emitir un «esto hay». A algún observador inteligente le he escuchado afirmar cuán útil resulta mover, siquiera sea con algaradas de este tipo, una sociedad literaria con probada aptitud para la inercia como la española (5). De otros he oído decir que esta promoción ha nacido bajo un signo de suerte, por lo que trae de liquidación definitiva del largo tedio que impuso la mecanizada poesía social. Sin negar esto último, no creo, sin embargo, que deban olvidarse los sólidos pasos que ya, en ese camino, había dado la promoción anterior. Por ahora parece dominar excesivamente, en la más joven, el juego y el puro esteticismo. Y los instantes marcados por estos móviles (si refrescamos la memoria veremos que no son tan infrecuentes) son los que de común más pronto envejecen; con el anatema, en la mayoría de las veces, de sus propios actores. ¿Quién desconoce, por ejemplo, lo pronto que se hizo antiultraísta el archiultraísta Borges?

Pero se correría una injusticia cerrando este sumario panorama con los novísimos de Castellet. Otros poetas, igualmente jóvenes, no cortan de tan abrupta manera con los principios de la poética anterior, y a su vez avanzan notablemente en la escrupulosa vigilancia del estilo. Señalaría en esta línea a dos poetas de firme personalidad expresiva: Antonio Carvajal y Antonio Colinas. Si la muestra de Castellet pudo ser rebatible en cuanto a la selección, no se han hecho tardar posibles rectificaciones. Los dos recién citados, además de Gimferrer y Carnero, junto a otros cuatro (Marcos Ricardo Barnatán, Antonio López Luna, José Luis Jover y Jaime Siles) irán a reunirse en una nueva antología que parece tener ya preparada, según noticias periodísticas, Enrique Martín Pardo (6). Y aún quedarían poetas que, por sus edades o por sus temáticas y tonos, son algo difíciles de situar. Entre éstos, extraigo los dos de la «Antología de la nueva poesía española» de Batlló que hasta ahora no hemos tenido ocasión de recordar: Joaquín Marco y José-Miguel Ullán. Sé que muchos nombres se quedan. De todos, nombrados o no, sólo el tiempo dirá lo que habrá de permanecer. No se olvide que cerca de veinte años han hecho falta para admitir el casi naufragio que fue aquella «Antología consultada» de 1952, tan representativa, sin embargo, de aquella época.

Por lo pronto, el momento presente de la poesía española (y me refiero concretamente a la escrita dentro de la Península; incidiendo en el error, por razones de espacio, de ni poder aludir a la obra última de Jorge Guillén y de Rafael Alberti, entre las omisiones más impugnables) es del mayor interés. Un poeta mayor, Vicente Aleixandre, sigue en plena lozanía creadora, ratificada por sus recientes Poemas de la consumación y por sus Diálogos del conocimiento, aún en proceso. De los poetas surgidos en la posguerra, pocas resonancias de significación nos llegan, con la salvedad de la labor ininterrumpida en crecimiento y calidad de Carlos Bousoño. (Es significativo hacer notar cómo los nuevos aires estéticos han propiciado el abandono consciente de los rasgos más caedizos del «celayismo», asumido por el propio Gabriel Celaya en sus entregas últimas; y, para que no parezca olvido, digamos que la publicación por Blas de Otero en 1964 de Que trata de España, si interesante como muestra de su estilo último, poco añade en verdad a su obra y a la dirección por ella representada.) Una promoción (la del 60: González, Valente, Rodríguez, Gil de Biedma, Brines), madura ya en su juventud y definidora al cabo de lo más valioso y caracterizador de la década, avanza en ese empeño de conocimiento integral de la realidad y del hombre, mediante el honrado ejercicio poético y un lenguaje de gran eficacia y diferenciación expresivas. Otra, más joven, proclama una renovación convulsiva, temática y formal, de radicalísimo alcance. Algunos toman, con discreción y para su riqueza, de ambas actitudes. Habrá que esperar la sedimentación de ese siempre necesario revulsivo de la juventud. Habrá que esperar las mutuas influencias generacionales, de arriba abajo y en sentido contrario, tan beneficiosas las unas como las otras. En pocos instantes como el nuestro, el panorama lírico español posterior a la guerra civil se ha presentado tan lleno de nobles y apasionadas tensiones, de saludable dialéctica interior; por ello mismo, de esperanzas. En tanto, la más hermosa realidad es haber superado literariamente la «posguerra», con todos sus imperativos extraestéticos bien conocidos y justificables en su día, pero imposibles de ser llevados más allá. Y esto equivale a arribar a la certeza de que es limpiamente el hombre en su sentido integral (español, universal, y hasta cosmopolita, a un tiempo) el autor y protagonista de la aventura poética. Y de que ésta se emprende desde la poesía, esto es, con un seguro dominio de sus deberes, pero también de sus instrumentos, aspecto este último un tanto olvidado. Con los años, el «saldo» positivo de los hoy más jóvenes habrá de verse, sin duda alguna, como un paso importante en esa ascensión de objetivos y de calidades. Lo más estridente de sus maneras, aquello que explica el que tan de cerca les veamos como responsables de una ruptura, irá limándose, suavizándose, afinándose. Y, como siempre, entre la ganga quedará sólo lo auténtico. La ruptura terminará integrándose en la evolución; el grito devendrá voz; la rebeldía, ley. Desde luego, ley transitoria; para bien del dinamismo salvador de la poesía.

JOSÉ OLIVIO JIMÉNEZ

(*) Por su pertinencia, reproducimos en este cuadernillo este artículo de José Olivio Jiménez, aparecido en Ínsula, núm. 288, noviembre 1970, pp. 1 y 12-13. Los epígrafes son nuevos.

(1) También desde nuestra más actual perspectiva, ciertos esfuerzos aislados y aun efímeros de aquellos años han comenzado a contemplarse bajo más favorecedora luz desde ciertas direcciones de la crítica. Por ejemplo, el postismo, de 1945, con Chicharro Hijo y Carlos Edmundo de Ory: y en relación con aquél, la revaloración de la obra lírica de este último emprendida, entre otros sitios, por Félix Grande en su prólogo al libro «Poesía, 1945-1969», de Carlos Edmundo de Ory (Barcelona, Edhasa, 1970); la escuela poética cordobesa, de signo formal y esteticista, con Ricardo Molina y Pablo Garcia Baena a la cabeza; y algunos poetas que, por su cuenta y a contracorriente, se adhirieron a la tradición surrealista en un momento de realismo a ultranza, como Gabino Alejandro Carriedo y Miguel Labordeta. a los que por ello José Batlló, en su antología a que más adelante habré de referirme, considera «como los dos precursores de la poesía que había de alcanzar su plenitud casi quince años tarde» (p. 20); y quienes, en palabras de J. P. González Martín, cumplen «la función de nexo entre ellos [los más jóvenes] y la generación del 27». Vid. J. P. González Martín, Poesía hispánica, 1939-1969. Estudio y Antología, Barcelona, El Bardo, 1970, p. 60.

(2) Aquí las omisiones son injustas pero inevitablemente superiores a las menciones. Un índice relativo de la joven poesía podría constituirse a partir de los favorecidos durante estos años por el premio Adonais (que de modo lamentable no ha mantenido últimamente el alto nivel a que nos tenía acostumbrados). Entre aquéllos, sin embargo, destaco a Mariano Roldán, Jesús Hilario Tundidor, Diego Jesús Jiménez y Joaquín Benito de Lucas.

(3) Vid. Vicente Molina Foix, «Vicente Aleixandre: 1924-1969», Cuadernos Hispanoamericanos, Madrid, núm. 242, febrero 1970.

(4) Alguien ha comentado que el camp se ha conocido en España por correspondencia. Y es así natural que la lectura de estos jóvenes arroje una ausencia de ingenuidad y de frescura, notas que han de ir indisolublemente unidas a aquella forma de sensibilidad. Juegan más bien (utilizando la terminología de Susan Sontag) a ser camp, esto es, cultivadores del camping, forma conscientemente imitativa del camp auténtico y por ello sólo satisfactoria cuando más. (Sobre este particular punto, vid. Susan Sontag, «Notas sobre Camp», en Contra la interpretación, Barcelona, Seix Barral, 1969, pp. 330 y 332). Por otra parte, de más está decir que esa falta de inocencia y espontaneidad es inherente a todo hombre culto (y estos jóvenes no pierden oportunidad de demostrar que lo son en superlativo grado). Lo que resulta curioso es que algunos de ellos se jacten de practicar el camp puro sin darse cuenta de que tal cosa les es absolutamente imposible. Esta miope autoatribución (ella en sí misma camp de la mejor ley) es una triste consecuencia más de la deformación a que puede conducir el esnobismo, puesto que de inteligencia y alerta espíritu crítico no carecen en modo alguno.

(5) Claro que también, detrás de todo, está la ayuda prestada por la industria catalana del libro... y de la publicidad. Casi reproduciendo a alguien poco sospechoso de anticatalanismo, pueden utilizarse para este caso las palabras de Joan Fuster (aplicadas en otro contexto no muy desemejante) y dudar si este no será «un episodio más de la juerga intelectual barcelonesa».

(6) Acaba de publicarse con el título Nueva poesía española.

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